Un tío que tenía pelos en la nariz
se miró en el espejo y puso la mente en blanco
para comprender mejor la situación de su imagen.
Cuanto vio,
se le quedó grabado en la retina
pero dado la vuelta, esto es, los pelos
parecían poros huecos y su nariz un túnel
en lugar de la clásica protuberancia que hace temblar a
algunas mujeres.
Por allí dentro, de hecho, se topó con más de una.
Llevaban cestos llenos de frutas
y pañuelos en la cabeza anudados con gracia.
Quiso desanudarlos, pero ellas
no se lo permitieron. Quizá fueran productos
de otros amores, no todos legítimos como el amor real
pero algunos igual de serios
y todos igual de lógicos
cuando se miraban con cierta dosis de empatía.
El tío pensó que,
siempre que no se miraran los nudos como roscas
-esto no era fácil-
la cosa resultaba aceptable, así
que dejó de intentarlo.
Cuando pasaba una de aquellas damiselas,
él, simplemente,
se comía toda la fruta posible
y luego se tiraba de los pelos para afuera,
quizá un tanto cansado de tanta oscuridad pero
con la sonrisa escéptica
asomada siempre en el espejo con que miraba.