lunes, 7 de enero de 2013

Recordar cosas

Me acuerdo de que amanecía muy temprano en Praga y las calles eran frías.

Me acuerdo de apretar el dedo gordo del pie de mi hermano tanto que me hacía daño.

Me acuerdo de que recorrí tres kilómetros, según el cálculo de la distancia entre mi casa y el cole que hacía mi padre, corriendo detrás del coche de la profesora de informática. Ella tenía unos pantalones que me volvían loco, alguna verruga en la cara, una sonrisa de dos partes. Al coche lo había perdido ya tras el primer semáforo. No sé decir si la profesora supo que yo la seguía. Nunca en toda mi vida he vuelto a correr tanto.

Me acuerdo de que papá hizo merluza con patatas, a la gallega, y nos convenció de que su merluza a la gallega era la mejor. Mamá se había ido a casa de los abuelos, unos días. Poco más tarde, me acuerdo de que la cocina estaba en obras. Comíamos gracias a un infernillo de camping, en el que nunca, que recuerde, se nos pasó por la cabeza preparar espaguetis. La cocina había estado fuera, recuerdo que las obras fueron para meterla dentro.

Me acuerdo de la mesa verde, con banco en forma de ele, aprovechando el rincón. Hice varias fiestas con amigos, años después, en las que aquella mesa se convirtió en mesa. Cuando cobraba forma, era tan animada aquella mesa que rápidamente planificábamos los allí reunidos la fiesta siguiente. Ahora reposa, esta mesa, está sin trabajo. En la casa que mis padres, ya mayores ("viejos" les decía, lo recuerdo), se han hecho en el pueblo.

Me acuerdo del verbo hacer, tan útil para tantas cosas, como me acuerdo de respirar a cada rato. Me acuerdo de que todas las lecturas de lingüística no me traen recuerdos que valgan para algo.

Me acuerdo de que vale la pena seguir despierto. Me acuerdo de “Verti, Seguros para Gente despierta”, y me acuerdo de Lenine. Lenine dice “vou certo, de estar no caminho desperto”, pero Verti nos aseguraría si pudiera la vida eterna.

Si fuéramos eternos, sería inútil que nos acordáramos de nada. Seguramente preferiríamos olvidar cosas, para conseguir que la eternidad se tornase menos aburrida, para tener siempre algo que hacer, algo que aprender. Lo contrario nos sucede ahora, porque sabemos que se agota el tiempo. No queremos dejar nada pendiente.

Me acuerdo de que me prometí a mí mismo no tener la cara triste cuando viajo en el metro. Me acuerdo de  haberlo conseguido, pero a veces se me olvida. ¿Cómo era?, me pregunto. Y me acuerdo de que básicamente consistía en sonreír, incluso conscientemente, sonreír. Sonreír.

Me acuerdo de que, cuando sonrío, se forman dos lunas a los lados de mi boca, a veces donde vive la caída del bigote hacia la barba. Me acuerdo de que no me afeito mucho, pero a esto le resto importancia enseguida. Me acuerdo de que cuando me miro en el espejo, las lunas de los lados de mi boca son esas sombrillas con calefactor incorporado que tienen la paciencia de protegernos incluso del frío.

Recuerdo lo temprano que amanecía en Praga.
Y que las calles eran muy frías.

9 comentarios:

  1. Es verdad lo de las Lunas de tu cara. Qué bonitas son! Estoy segura de que hacen mucha falta en el metro :)

    Un besazo!

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  2. Hola Ricardo! Me gusta tu texto. POdría ser el inicio de una novela. La gente cuando viaja en metro, suele ir seria.

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    1. Mil gracias Jesús. Y sí, yo lo observaba entonces y sigo sin comprenderlo ahora. Una buena sonrisa alegra la vida, la propia y la del otro, y sale bastante barata

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  3. El calor de la sonrisa es inigualable a cualquier otro, cuando esas dos lunas se forman dejan paso a ese calor, a esa luz.

    Me ha encantado Ricardo y me he sonreído recordando una situación bien similar que he vivido en la infancia con mi padre de cocinando para nosotros fuera de casa,por obras también, en una cocina provisional.
    un abrazo

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