Paseo
cada día
un libro bajo el brazo.
Cuando lo abro, siempre
hay dos letras
que se escapan de la mano
juntas por el aire
Las atrapo deprisa
pues temo que produzcan una revuelta
entre las letras todas
y el sentido se vea reducido a la nada.
Es tal el arte que he adquirido
en anular los saltos
de las pequeñas díscolas
que ya no se sorprenden.
Murmuran
otra vez
pero entre dientes
y ocupan su lugar sin dar la menor queja.
Eso sí, cierro el libro
porque el temor a su revolución me puede
y es entonces que oigo
un pequeño rumor
y pienso qué harán dentro
para divertirse.
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