Se deslizó de mi bolsillo por llevar la pierna doblada, con el tobillo bajo el otro muslo. Estaba inquieto. El viaje de autobús terminaría pronto.
Perdí también un trozo de mi vida, el que puse debajo de mi bandera roja. Luego saqué la blanca, y era tarde. Me destrozaron los balazos rotos.
Me recompuse a ratos
breves con mi fruta animal, mi más salvaje ansia de ser yo mismo. Estoy conmigo en esto y no me fallaré nunca. Ni nadie. Puedo gritarlo sin tener un sello. Puedo gritarlo sin tener un sello.
Anteayer tuve un sello. Hubo niños que jugaron con él, les enseñé a ser ellos mismos, pasé con ellos muchos buenos ratos. Era otro tiempo.
Quedan en el aire que me rodea perlas de materia que brilla.
Cuando las toco, revolotean sorprendidas, después se arrullan sonoras en algunos poros de la piel. Es como si se sintieran a gusto en casa. Les pongo una manta leve para que puedan descansar bien. Si alguien llamara al timbre, ellas sabrían qué hacer entonces. Yo me desentiendo, ellas ya son mayores. Pero el mechero me hacía falta.
Para quemar pelusillas.
Para encender chispas mágicas.
Cuando bajé del autobús, miré sorprendido las calles llenas de comadrejas. Pululaban sin esperar mi llegada. Parecía que habían organizado el mundo y que todo estuviera controlado. Les espolvoreé el producto. Un tipo pasaba cerca.
Le pedí su mechero con la excusa de chamuscar un muslo de pollo para la comida. Él no dudó en dejármelo prestado. Y fue así que pude terminar con éxito mi trabajo. La llama prendió el polvo, se llevó por delante todos los malos sueños de aquella gente, la tinta y la nada de sus sombras.
Yo cogí el autobús siguiente. Ahora tengo los ojos cerrados. En mi bolsillo izquierdo brilla una perla más.